Entre Arrugas



ENTRE ARRUGAS

Por Carlos Zaldívar

Tenía que regresar temprano a casa y terminar los pendientes de la remodelación de la planta alta. Faltaba acomodar los sillones de la sala de juegos y colocar en orden toda una colección de discos compactos.

Eran las cinco de la tarde y contemplaba el caminar lento de las manecillas doradas de mi reloj. Aún faltaban treinta minutos.

No le quitaba la mirada de encima. Deborah era tan bella que todos los días, absolutamente todos los días, la disfrutaba. Coincidíamos en el elevador, en el comedor, en la sala de juntas y en otros sitios del edificio, pero nunca me atrevía a dirigirle la palabra.

Ese día era viernes y sabía que se iría con sus amigas al restaurante de enfrente. Sin hablarle y sin conocerla me sentía celoso. No quería compartir su mirada con desconocidos.

Llegó la hora de la salida y Alex, mi amigo, me invitaba a tomar una copa a un bar. Fuimos al restaurante de enfrente, porque además contaba con bar y una zona para músicos bohemios. Acepté la invitación, pues quería seguir admirando esa belleza.

Empezamos a tomar copas y a disfrutar de buenas canciones. Los intérpretes eran clientes aficionados a la música y la que más disfruté fue “Quién Te Cantará”… ¡Qué recuerdos aquellos!

La noche avanzaba, y entre copa y copa logré divisar en el otro extremo del bar, a aquella compañera de trabajo de tez blanca, aún más bella a la luz de las velas. La acompañaban otras dos amigas, y sin más ni más, aproveché la despedida de Alex para acercarme a ella e invitarle una copa. Esas bebidas eran totalmente desinhibidoras. El valor se apoderó de mi alma.

Sería medianoche muy pronto y platicaba con ella. Disfrutaba de sus palabras y me deleitaba con sus labios en la copa y su mirada en mi rostro. Una copa más.

Sus amigas se habían ido y quedábamos los dos solos, escuchando las guitarras, ahora al ritmo de “Cielo Rojo”. La líbido estaba en crecimiento y mi deseo por ella aumentaba segundo a segundo.

La música terminó, había gente parada despidiéndose y por un segundo la perdí.

Se me acercó y me pidió que le invitara una copa más. Bebimos y le regalé una rosa acompañada de un beso.

Trataba de controlar mi equilibrio, pues la había invitado a una velada más romántica e íntima, con más música. Accedió sin titubear y caminamos a mi casa.

Me sentía aceptado y reconocido, pues ella accedía rápidamente a todas mis propuestas. Apenas había pasado media hora de estar en casa y ya habíamos bebido media botella de un delicioso vino alemán. De fondo musical estaba “Parisienne Walkways” y ambos estábamos muy a gusto disfrutando uno del otro.

Sólo recuerdo el delicioso arrastre de las sábanas por mi cuerpo, sus manos recorriéndome la piel, sus labios en mi pecho devorándome y sus piernas entrelazadas a las mías. Deliciosa noche.

La sed y el ansia por quitar el dolor de cabeza me despertaron. En mi interior todo me daba vueltas y las entrañas me revoloteaban por doquier.

Abrí los ojos y ahí estaba, respirando tal cual ser vivo conectado a una respiradora artificial. Sus arrugas en todo el cuerpo y sus “patas de gallo” me decían que por lo menos su edad era de más de sesenta años. La desesperación me aniquilaba. Quería regresar el tiempo y no haber probado gota de alcohol, y mucho menos llevarme a esa “viejecilla” a mi nido de amor, siempre reservado para Deborah.

Las arrugas de las sábanas eran mucho más finas que las de ella. ¿Dónde estaba Deborah?

El lunes me levanté temprano. Llegué al trabajo y por un pasillo pude ver que caminaba hacia mí. Simplemente bajé la mirada.

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