LA CEREMONIA DE JUDAS, EL SACERDOTE
Por Donaciano Fabián
A Carlos Zaldívar,
porque en esto del rock
tiene el espíritu heavy
y el corazón de metal.
Desde que uno transbordaba en la estación del metro centro médico, de la línea 3 a la 9, se podía ver en los andenes a los bizarros feligreses del metal dirigir sus pasos rumbo al domo de cobre, convertido esa noche de aquelarre en el santuario del más genuino metal. Los estampados en las camisetas anunciaban el origen del ritual: Screaming for Vengance, British Steel, Angel of Retribution o Painkiller, eran los señalamientos del sendero que indicaban el rumbo para asistir a la ceremonia sagrada de los Dioses del Metal: Judas Priest.
Al llegar a la estación velódromo, el gigantesco gusano naranja literalmente vomitó auténticas hordas de neófitos e iniciados en eso que los historiadores del rock llaman Heavy Metal. Ninfas pálidas y ojerosas de azabaches cabelleras, efebos de ojos vivaces forrados de estoperoles, chamarras de cuero, pantalones desaliñados, luengas cabelleras y hasta un trajeado, eso sí, de negro, evocando más a los “Blues Brothers” que a un burócrata de la Secretaría de Hacienda. Todos, absolutamente todos, dirigían sus pasos a la entrada principal del Palacio de los Deportes, alborotando los polvos de la urbe y los gritos de los vendedores de la parafernalia del concierto. ¡Llévese el recuerdo del concierto, güerito! ¡Lléveselo! ¡Lléveselo!
Apenas unos minutos antes del concierto, la energía contenida en la humanidad de los asistentes ya se desbordaba en la pista y en las gradas. Se apagaron las luces y el éxtasis hizo eclosión. La emoción a todo galope siguiendo las espesas notas de la lira de Eric Peterson, la aceitosa voz de Chuck Billy y el resto de la veterana banda californiana “Testament”, fieles acólitos del sacerdote Judas, a quien ya habían acompañado en la gira norteamericana de Painkiller.
La descarga de adrenalina comenzó. Una corriente eléctrica iba y venía por la columna vertebral de los asistentes. El preámbulo no podía ser mejor. Frenético movimiento de melenas, puños en alto y choque de cuerpos en la pista. ¡Atásquense ‘ora que hay lodo! –Gritó alguno de la audiencia–. Aperitivo viscoso y veloz. Máquina de energía y movimiento. Pulso acelerado y una hora de estimulante canapé musical. El quinteto californiano fue un tónico que con altos decibeles interpretó la antífona de entrada del plato fuerte: Judas Priest.
El éxtasis de los sentidos, la llegada al Olimpo y el delirio de la concurrencia.
Ladies and Gentlemen: “Los Dioses del Metal”. En la epíclesis de su música, la potente y aguda voz del pontífice Rob Halford; el feroz y duro sonido de las hachas de K. K. Downing y Glenn A. Tipton; el veloz golpeteo del instrumento de Ian Hill y la contundencia en las percusiones de Scott Travis, no podían menos que arrancar un ensordecedor alarido a los feligreses del metal. Torrentes de adrenalina en el cuerpo, gargantas desaforadas, pies con ritmo acelerado, torsos chocando, coros estridentes siguiendo la batuta del Sumo Sacerdote. Espíritus en absoluta comunión.
Durante casi dos horas, los miles de fieles metaleros tuvieron “una sola alma y un sólo corazón” orientados al infinito, al Olimpo del Rock, para rendir pleitesía a los “Metal Gods”. Los headbangers de México vibraron al unísono. En esos momentos un espíritu recorrió el domo de cobre: El espíritu sublime de Judas, el sacerdote. “Priest is back”, anunció su vicario Halford, quien enfundado en una tiara plateada y báculo en mano, comenzó el hechizo del rito... El viaje por la Estigia sacerdotal fue alucinante. La emoción estética de la presentación fue un devenir entre lo saturnal y lo místico. Aquel que halla quedado libre de espasmos, que tire su primer disco (de Judas, ¡of course!).
¿Se podía pedir algo más? Salve Judas Priest.
1 comment:
Thanks my friend!
See you in the "Decade... of a Decadence" Anniversary Celebration.
CZ.
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