No Soy...
NO SOY…
Por Donaciano Fabián Guzmán
Lucio entró a una cantina del Eje Central y rápidamente se dirigió al lugar más alejado de la rockola que escupía una canción de Vicente Fernández. Una mesera gorda, enfundada en una blusa escotada y en una mini, que a pesar de las medias delataba una avanzada celulitis, se acercó a su mesa para atenderlo. Lucio pidió una cerveza oscura. “Orita te la traigo, mi rey”, le dijo en un tono vulgar y coquetón.
Cuando le daba el último trago a su tercera cerveza, se dio cuenta que frente a él, de pie, se encontraba una mujer. Le pidió permiso para sentarse. Lucio asintió y llamó a la mesera para que le trajera algo de tomar, pero ya no vino la gorda; en su lugar vino un gay. “Susy terminó su turno”, le dijo, “pero yo estoy para servirte”. Le indicó que atendiera a la mujer: ella pidió un whisky; él, otra cerveza.
Una vez que se alejó el mesero, Lucio pudo observar con detenimiento a su acompañante. Se veía grande, como de cuarenta años. Un vestido blanco se pegaba a su piel, dibujando un cuerpo jugoso; unos exquisitos y generosos senos se apretaban bajo la tela. Apenas un poco de rímel en los ojos era todo el maquillaje; sin embargo, sus labios eran carnosos y sensuales. Cuando la mujer se dio cuenta de que Lucio la observaba, abrió la boca para decir algo, pero la detuvo la presencia de mesero afeminado que llevaba el whisky que había pedido y la cerveza de Lucio.
“Provecho”, dijo el mesero a la mujer antes de retirarse.
Apenas dio media vuelta el “gay”, la mujer lanzó a bocajarro la aclaración: “No soy puta cualquiera, ¿me entendiste?”. “Nadie lo ha dicho”, contestó Lucio, “pero es que un cuerpo así nadie puede dejar de admirarlo”.
“Bueno”, dijo ella con desinterés. Luego vinieron las preguntas de rigor; la presentación, pues. Estrecharon manos y así encendieron la mecha de la confianza.
Ella comenzó a contar parte de su vida y la manera en que había ido a parar a esa cantina. Lucio la escuchó con atención; poco pudo hablar, porque después de que ella narró los últimos años de su vida, sus bellos ojos cafés se llenaron de lágrimas.
Le dijo que él fácilmente podría ser su hijo, aquel que abortó cuando tenía quince años. Le confesó que no le dolía haberlo hecho en sí, sino que la hubieran obligado a hacerlo. Después de ése había tenido dos abortos más; el segundo, porque no deseaba el fruto de su vientre y el tercero porque, según el ginecólogo, su vida corría peligro.
“Pero no soy puta”, volvió a decir, “lo que pasa es que yo he querido vivir a mi manera; doy clases de aerobics; por eso me mantengo en forma”. “Y vaya forma”, pensó en sus adentros Lucio. También le habló de los derechos de la mujer a ser tan libre como el hombre: ¿Por qué un hombre puede ir a una cantina y estar ahí hasta altas horas de la noche y la mujer no?
Le explicó que esa noche ella y una amiga suya habían decidido irse de parranda, pero que su amiga nunca llegó al lugar de la cita, así que decidió lanzarse sola a la aventura. Con precaución le enseñó una 38 especial que guardaba en su bolso de mano.
Hablaron de las obras de Simone de Beauvior y de los ensayos de Julia Kristeva. Resultó que además de ser instructora de aerobics era maestra de literatura en una preparatoria de Cuernavaca.
Después de varias cervezas y whiskys salieron de la cantina casi a las dos de la mañana, tambaleándose, abrazados, cuidando que ninguno de los dos tropezara.
Tomaron un taxi y se dirigieron a un hotel, cerca de El Nacional…
Publicado en:
Revista Nueva Época
Septiembre de 1992
LA LETRA ABSUELTA
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